lunes, 2 de abril de 2012

Capítulo IV. Uruguay y la belleza de vivir la vida.

Ya es la costumbre, pero te va demoliendo. Levantarse temprano cada día para subirse a la moto. Llevo 4 días de nómade total y necesito estar más de un día en alguna parte. Mi maleta se abre y se cierra como el amor de los marineros. No puedo generar ninguna pequeña raíz con nada, ni siquiera con los grandiosos platos de comida que hemos degustado. El objetivo es claro: Hoy dormiremos en Montevideo. Nos levantamos con cierto relajo: damos un breve paseo matinal por Gualeguay, sintiendo que es abiertamente un pueblo de paso, pero encantador. Fotografío con precisión el restaurant que la noche anterior me dio un placer maravilloso con sus pastas y dejamos este hotel familiar donde el dueño nos sigue “cargando” la ayuda a los ingleses por el gobierno de turno. Debemos enfilar rápidamente hacia Gualeguaychú, distante a 84 kilómetros de Gualeguay, todo dentro de la provincia de Entre Ríos, en el límite con el paso internacional hacia Uruguay. Ya al dejar Gualeguay, nos damos cuenta que este día será largo. Son cerca de las 11.00 y la carretera de una sola vía, luce increíblemente infestada de vehículos argentinos que corren por llegar a la frontera en este Sábado feriado. Otro regalazo de la Muñeca Brava para que los argentinos disfruten del turismo. Acelerador a fondo nos llevan apurados estos 84 kilómetros por lo que demostramos todo el poder de las motocicletas adelantando a cuanto auto se nos atraviesa, para tener otra vez ante nuestra visión que se ha transformado en un gran lente fotográfico, todo ese verde lleno de una humedad salvaje, que permite tener a la mano extensiones de campos con sus vacunos invitándome a ser más carnívoro que nunca y despreciando toda idea de naturismo o amor por los vegetales. Al llegar a Gualeguaychú, último bastión argentino antes de cruzar a Uruguay, estamos frente a un mar de vehículos que impiden el tránsito expedito y las calles se hacen estrechas en este pequeño pueblo fronterizo. El calor nos sofoca. Adelantamos por lugares no habilitados a una fila interminable de vehículos que hacen todo lo posible por hacer un martirio esta parte del viaje. Salimos airosos de Gualeguaychú y enfilamos a todo dar, casi deshaciéndonos a la frontera Uruguaya. Otro puente maravilloso. Cruzamos el Río de la Plata por otra obra maestra de ingeniería. Ningún maldito calor me quita este placer indescriptible de estar subiendo sobre el lomo de un elefante que no acaba y que se desinfla en la otra ribera del río, ya en otro país. ¿Podrá la ribera de un río, ser tan fuerte como para cambiar la personalidad de sus habitantes y sus costumbres? Lo iremos comprobando en lo sucesivo. La aduana de este paso Internacional “Gualeguaychú-Fray Ventos” no es más que un mini peaje de tránsito ligero de un país a otro, sin los controles feroces que encontraremos al volver a nuestro país. Está absolutamente repleto y ya parados no hay sombra que nos tienda una mano, al sol hay fáciles 45 grados de calor según marca el termómetro de la moto. Yo sigo ahogado, pero me voy acostumbrando a respirar fuego, en medio de mi deshidratación y mis gaseosas que no me abandonan. Una aduana informal. Un sujeto saca billetes de su propio bolsillo y cambia en un mesón moneda argentina por uruguaya. Conversamos con camioneros que nos dan alegremente la bienvenida a Uruguay. Nos miran con incredulidad. Chile está demasiado lejos y no logro divisar una patente chilena en medio de tantas negro y blanco argentinas. Con relativa premura salimos de esta aduana y ya nos hemos dado el primer abrazo por tocar suelo uruguayo. Parte del viaje está cumplido, pero nos faltan enteros 400 kilómetros para llegar a Montevideo, la estación de este viaje. Almorzamos en un pequeño restaurant casi a la entrada de Fray Ventos y los precios ya empiezan a cambiar. El costo de la vida uruguaya es más caro para nosotros, así que nos invita al autocontrol. Empezamos a extrañar Argentina, donde comer y dormir sigue siendo muy conveniente. Alas 15.00 horas enfilamos hacia Montevideo y vamos atravesando extensiones de prados gobernados por vacunos y un aire agrícola que predomina en toda esta zona noroeste de entrada a Uruguay. Pasamos por pequeños poblados como Cardona, donde los caminos son bastante malos con un asfalto debilucho que ha sufrido el rigor de camiones y autos, al ser el único medio de ingreso. Todo es más pequeño, se ve poca gente, teniendo en cuenta que atravesamos un sector absolutamente rural. Ahora lo concordamos de manera correcta: Uruguay, según el censo de 2011 tiene sólo 3.200.000 habitantes, por lo que no podemos pedir las cantidades de personas que en cada ciudad argentina encontramos. De hecho, se multiplican las patentes argentinas y disminuyen las uruguayas. La primera falla se nos presenta en una de las motocicletas. La Honda ha quemado sus intermitentes y la verdad es que no nos queda mucha luz de viaje para dar un arreglo definitivo a la barra de neblineros e intermitentes, por lo que Lucho da un arreglo temporal y seguimos adelante. Jorge se las ha emplumado a toda velocidad en la Ducati y nos ha dejado atrás. El viaje se va adentrando por un camino en pésimo, estrecho, lleno de lomas que nos hace recordar que vamos arriba de un caballo metálico, pero que nuestros riñones no agradecen en forma alguna. Llegamos a Rosario, pero el poblado uruguayo, una ciudad con la historia a cuestas. Pequeño conjunto de casas, calles de adoquines y por donde brota, en medio de su calor húmedo, vegetación abundante en un paisaje que no es habitual para nosotros. Las paredes parecen florecer, como una gran pizarra donde los colores de una acuarela de vaciaran. Allí volvemos a encontrar a Jorge, casi de casualidad. Nuestros celulares no han sido los mejores y las diversas “compañías” de nuestros servicios nos han jugado en contra. Estamos a escasos 122 kilómetros de Montevideo y la autopista vuelve a aparecer. Dos vías de mediana velocidad, pero que invitan a apurar a nuestras máquinas ya que nos queda poquísima luz y las 18.30 horas nos despiden de Rosario. El Río de la Plata nos persigue por todos lados. Un gran mar que no es nada parecido, sino que un río de oro en torno al cual se forjaron gran parte de estos pueblos, con una desembocadura perfecta al Atlántico. Se nos acaba la luz. Lucho viene con “corte eléctrico” y pierde su luz de estacionamiento y freno, me voy tras de él protegiendo su integridad y ya estamos a pocos kilómetros de la capital uruguaya. Entramos, por fin. Nos paramos a una orilla del camino, en plena urbe, cerca del puerto y nos damos un gran abrazo los tres, emocionados, lo hemos logrado. Todo lo que venga es un regalo. Montevideo está de fiesta. Los carnavales de verano se desencadenan como un gran maremoto y la ciudad se ve y aprecia repleta. Nos estacionamos de noche en avenida 18 de Julio con una desesperación infeliz: No hay alojamiento en ningún hotel. Argentinos y brasileros no han ganado la partida y tienen repleta la capital de este país. Jorge sale en búsqueda de una habitación y después de largos 50 minutos de espera, vuelve con un trofeo: A unas cuadras de donde estamos hay una habitación triple en Hotel “Los Angeles” que de celestial, no tenía nada de nada, pero es lo que hay y lo celebramos. 150 dólares americanos es lo que tenemos que pagar por una habitación en un hotel antiguo, con un ascensor minúsculo y nuevamente hemos vuelto al origen: los aromas del mundo y del alma se vuelven a concentrar en una habitación, donde funciona el aire acondicionado, pero que el espacio es pequeño para tres seres humanos que han defendido la idea de la moto por tres días con sus ya conocidas consecuencias sudoríparas. Guardamos las motocicletas en los estacionamientos que no pertenecen al hotel por una suma de $100 uruguayos diarios. Después de una amable ducha, donde lavamos también ropa, salimos a disfrutar de un amigable Montevideo nocturno, con la certeza que mañana no nos volveremos a subir a los caballos, porque recorreremos Montevideo a pie, como verdaderamente se conocen las ciudades del mundo. Una parrilla uruguaya nos da la bienvenida a la ciudad y pronto, muy pronto nos vamos a dormir después de una jornada extenuante. Al otro día, nos despertamos con un domingo de lluvia feroz y hemos decidido tomar un “city tour” para adentrarnos en esta antigua ciudad, con influencias europeas en su arquitectura y muchas áreas verdes en el corazón urbano. Recorremos en un bus, junto a muchos brasileros, las calles de esta ciudad, incluido el estadio Bicentenario. Punto aparte los brasileros. Tiritan invariablemente al pasar por este viejo estadio, patrimonio mundial del fútbol. Hay un olor a temor que se confunde con un ensimismado respeto. Somos los únicos chilenos perdidos en este city tour y nuestro sexto sentido nos logra delatar la escena. La “guía turística” parece gozar con tirar ácido a las heridas que los brasileros tienen desde el mundial del año 50. Sin duda que esta vez se nos volvió a aparecer Obdulio Varela,” el negro jefe”, quien nuevamente les grita en la cara a todos y cada uno de ellos, a esos 203.850 espectadores, que la “celeste” es inmortal, una gran flama que pesa cien kilos al hombro y que pasando por fuera de este imponente estadio hace que la historia se reviva a cada segundo y los cariocas lo sientan. Yo diría a ciencia cierta que Montevideo es una patria de recuerdos, en cada esquina, en cada parque que nos siguen rodeando. Por la tarde vuelve a salir el sol y la libertad de volver al hotel sin pensar en ponerme otra vez el casco me hace feliz. Dormimos una breve siesta y partimos a buscar recuerdos y caminar por la “rambla” de Montevideo. La Rambla, no es otra cosa que una mega costanera que poseen los residentes de la capital uruguaya donde se vive la vida. Nos asombramos de ver, luego de recorrer unos 7 kilómetros a pie, como el uruguayo medio dedica grandes horas a la actividad física, fundamentalmente el trote, por este espacio, en todas las edades. Sin embargo la actividad no sólo es la deportiva, sino que después de las 18.00 horas, la rambla se repleta de sillas y familias completas que comparten en torno a una antigua yerba sus más íntimos sueños: El mate, es una insignia preferida de este pueblo, que permite la conversación amena y el regocijo en medio de las diversas generaciones donde viejos relatan sus historias a los que vienen llegando. Otra vez los espacios públicos, los inmensos lugares que estos países han ganado para autodesarrollarse, no descuidando la convivencia con sus tradiciones más remotas, hacen que mi envidia se acreciente: Nosotros estamos a muchos kilómetros, no sólo en moto, sino de los valores de la vida. Absolutamente cambiaría todos los autos último modelo de mi país, todos los mall abiertos y desiertos, por esta sensación de tener algo que es de todos y de uno solo. Nosotros hace rato que hicimos arcadas con lo público y nos fuimos transformando en una isla de privados deseos y poderes. Mañana dejaremos Montevideo y saldremos con rumbo hacia Punta del Este. Nos avisan que hay lluvia en el horizonte, lo que no nos desacomoda. El Atlántico está ahí. Inmenso, sin mariscos, pero qué mas da. Miro a mi alrededor y sólo veo gente que asume sus problemas, pero que no para de sonreír y tomar mate. Nosotros, con puro té, a veces o muchas veces, se nos ha olvidado sonreír. http://www.youtube.com/watch?v=FyOkOadQwWo&context=C4921867ADvjVQa1PpcFNEUQsxsGyt2ZwChvjjzgNOlINjvlHvuPM=

1 comentario:

  1. Lucho tenìa un asco con la barra de luces, pero con un arreglo chilensis, el viaje siguiò en pie. Ya viene mi "panne".
    Un abrazo

    ResponderEliminar