martes, 6 de marzo de 2012

Capítulo III. Villa María-Gualeguay: Bajo el infierno del verano.


















Despierto más temprano de lo habitual. El aire acondicionado no funciona bien y el ventilador colgante del techo tiene un sonido como de patíbulo que atenta contra cualquier posibilidad de seguir durmiendo, a pesar de tener sendos tapones que siempre llevo conmigo. Recibo un hermoso mensaje de mi hijo: “Papá, cuídate. Te extrañamos”. Me revitalizo, saco una sonrisa y prometo volver entero.
No queda otra alternativa que abrir la ventana y ver qué nos depara el tiempo: Sol, sin tregua. Con mis chalitas y mis short salgo a caminar por la ciudad de Villa María, antes de tomar cualquier desayuno y volver a colocarnos la armadura para rodar en la moto. Recorro lo que más puedo en solitario las calles vacías de esta ciudad. Son un poco más de las 07.00 y ya comienza a avisarme el cielo que hoy nos enfrentaremos en amor y odio. Sudo como por inercia. Mis compañeros aún duermen y el comercio está absolutamente cerrado. Me dedico abiertamente a la fotografía y encuentro un minimercado abierto para comprar un elemento vital que nos acompañará por el resto del viaje: Mi detergente “Ala” con “bioactivos que destrozan la suciedad más maligna”. Memorizo el slogan completo, mientras sentado en unos asientos de la avenida principal de este pueblo, veo pasar a las gentes en pequeñas motos a sus lugares de trabajo. Diviso a la distancia las primeras filas para cargar nafta y la ciudad se activa. Vuelvo al hotel, mis compañeros ya están en pie y procedo a darme la segunda ducha para colocarme el equipo completo y partir. Tenemos un mejor desayuno, pero tampoco es dignificante.
Las motos parten al primer arranque y ya cargamos combustible tratando de evitar lo vivido ayer, vale decir, seguimos una regla: Siempre el estanque lleno.
Nos largamos de Villa María, por un camino de una sola vía, sin percatarnos que hemos eludido una autopista que nos conecta con Rosario, por error. Llegamos a un pequeño caserío “Belle Ville”, donde un calor de demonios cerca del mediodía, nos indican que tenemos una pequeña salida con un camino de tierra. Cargamos en estaciones de servicio que son lo más parecidas a las del lejano oeste. Aparece Mirella, una lugareña que nos dice al oído, que no carguemos acá, que le “echan agua a la nafta”, así que nos aguantamos y cargamos un trecho más allá. Esta es la hermandad latinoamericana que con el motociclista es mayor.
Siento un calor furioso dentro del casco, como que me empapo de tocar el aire y ya no hay desodorante que aguante. Prefiero hablar a dos metros de distancia para no espantar a nadie.
Retornamos por un camino de tierra donde la Ducati nos saca la lengua, pero las custom no aflojaban. Era un camino hermoso, en medio de cientos de hectáreas plantadas de maíz, como encarándonos que estábamos en el granero de Sudamérica, si no del mundo. El dios sol se arrodilla frente a estos campos sembrados con cientos y miles de hectáreas que nos acompañan por muchas horas. Así llegamos a una autopista sencillamente espectacular que conecta directamente a Villa María y Rosario, pero que habíamos eludido por un camino antiguo y que ahora retomamos. Es una autopista perfecta, relativamente nueva, con muy pocos peajes y que tiene como velocidad máxima los 130 kilómetros por hora. ES una autopista de escala europea, sin obstáculos en sus extremos y con una franja de seguridad especialmente lograda. Por lo que conducimos por a lo largo de 240 kilómetros sin negocios a orillas del camino de ningún tipo, sólo las magníficas tierras argentinas y todo su agro son parte de nuestro paisaje. Sentimos estar en el corazón de la hermana patria, vacunos se aparecen por doquier y a mí, más que un cariño fraterno por tan nobles animales, me aparece un hambre feroz y una ganas enormes de tener una parrilla y carbón. Ningún cerro ni monte en el horizonte. Un palacio de la tierra. En mi casa, miro para cualquier punto cardinal y veo elevaciones geográficas. Qué mundo tan cercano y tan distinto. Los argentinos poseen un territorio tan vasto, tan inmensamente inmenso que toda visión al horizonte pareciera ser una quimera.
Después de potentes 250 kilómetros, ingresamos casi derretidos a eso de las 15.00 horas a la ciudad d Rosario. Hay fuertes 38 grados, insostenibles arriba de la motocicleta así que buscamos pronto un lugar donde almorzar. Sólo dependemos de los aparatos electrónicos para conducirnos. Rosario es una ciudad completa, a poco más de 300 kilómetros al noroeste de Buenos Aires. Ciudad hermosa, conducida por el gran río Paraná. Sólo la apreciaremos de ida, quizás a la vuelta nos quedaremos un par de días acá para contemplar sus leyendas y hermosuras.
Encontramos un buen lugar para almorzar en avenida Avellaneda con calle Mendoza. Buenas pastas. Baratas. Un muy buen local denominado “La rosada”. Ambiente climatizado que libera de los casi 40 grados del exterior. No aguanto el yo mismo con su hediondez latente que ha sido vencido por el sudor. Los antisudorales me gritan cochinadas al oído. Me deshidrato, y aún con el aire acondicionado y varias minerales y sodas en el cuerpo, me ahogo. Mis compañeros no están mejor ni en aroma ni en deshidratación. El almuerzo nos ayuda, pero saldremos de Rosario de inmediato mientras esperamos que un cajero automático sea recargado de billetitos.
El mapa se nos hace corto. Tenemos 180 kilómetros hasta Gualeguay, ciudad casi enfrentándose a la frontera con el Río de la Plata para ingresar a Uruguay. Son cerca de las 17.00 horas y con suerte llegaremos de noche hasta ahí. El viaje nos depara una hermosura no vista: El puente sobre el río Paraná que baña la ciudad de Rosario y por el cual cruzamos para enfrentar nuestro destino diario, primero al poblado de Victoria y luego a Gualeguay. Sin duda que este puente es una de las maravillas de ingeniería y arquitectura de Sudamérica y atravesarlo en moto, viendo el Paraná bajo tus ruedas, resulta impresionante. Las aguas turbias de este inmenso río no logran capturar la emoción del momento y quedamos mudos.
La deshidratación continúa y el tráfico es impresionante. Los argentinos huyen en este viernes con su fin de semana largo y ya no vamos relajados. Jorge un tanto débil por este calor infeliz es incapaz de sostener la Ducati y se va al suelo en una estación de servicio de Victoria a eso de las 19.00 horas, después de una hora de viaje. No hay mayores lesiones, salvo el tope de la manilla de freno que queda de recuerdo ahí.
Decidimos continuar por un estrecho camino que nos lleva a Gualeguay en muy mal estado. Ya cae la noche y la señalética del camino hace mención especial a tener precaución con el “cruce de animales”. Efectivamente un perrito hace su entrada especial en la pista y logramos esquivarlo. Estamos cansados. Ha sido todo un día de ruta con el sol al frente y ahora estamos invadidos de autos enloquecidos que quieren llegar a Uruguay cuanto antes. Para nosotros ya es tarde.
Cerca de las 20.30 arribamos a Gualeguay. Hermoso pueblo y que justo esta noche goza de carnavales. Un viento caliente recorre las calles y hay un ambiente muy festivo. Alojamos en el “Gran Hotel Gualeguay” que es lo más parecido a un buen hotel de los que hemos pernoctado. Nos llama la atención. Es una empresa familiar, atiende el matrimonio en el mesón y gran parte del diálogo es del “apoyo de Chile”, en su época, a Inglaterra en el conflicto por las Malvinas: Qué herencia que tenemos encima!. Yo ya no puedo discutir. Estoy con un hambre que me comería todos los vacunos vistos en la carretera y necesito una ducha y lavar mi ropa que ya transita sola.
Quedamos cada cual en su habitación y Jorge desiste de salir a cualquier lado ya que no se siente bien. Yo me saco mi ropa infestada y con mi detergente amigo, lavo lo que más puedo en el lavamanos, me doy una ducha y estoy como nuevo.
Con Lucho vamos a degustar las pastas de este Gualeguay, que no deja de ser una ciudad de paso.
El esfuerzo ha valido la pena. Vamos a un buen restaurant ubicado en la misma plaza de la ciudad. Una cerveza de litro me cabe de inmediato y mis ravioles de verduras se hacen minúsculos. Los sorrentinos de Lucho lo dejan pidiendo perdón al paladar y creo que estamos en condiciones de decir punto final.
Por espacio, no traje mi mate ni el termo, pero lo extraño. Revitalizar tantas horas sobre la moto, se componen con el mate. Creemos estar en la patria de esta bendita yerba, pero en Uruguay nos daremos cuenta que no somos nada. Quiero comprar unos nuevos mates acá en Argentina, pero será para más adelante, no debo saturar mis maletas.
Recorremos la ciudad a pie, por breves cuadras y vuelve el sudor. Un carnaval y desfile de cuanto tipo parado hay, comienza en la ciudad. Otra vez me acuerdo de Chile y recibo un mensaje diciéndome que ha vuelto a temblar en Talca. Acá no hay nada parecido, sólo el terremoto de los bombos y platillos, de un desfile multicolor, bellas chicas y la alegría en medio de este viento caliente que a todos saca una sonrisa. Uruguay está muy cerca. Mañana será nuestro.

viernes, 2 de marzo de 2012

Capítulo II.Río Cuarto y Villa María: Pancho o completo?



El hotel nos ofrece desayuno. Modesto, pero qué más da. La medialuna no alcanza ni para “cuarto de luna”, pero está incluida y hay que devorarla. Queremos hacer lo posible por llegar a Rosario. Hay una distancia que cubrir de 800 kilómetros con caminos irregulares. La gente no nos habla de autopistas, por lo que el camino necesariamente será más lento de lo esperado. Camino de una sola vía.
La parrilla de la noche anterior, aún hace frente entre las tripas y a pesar que llovió salvajemente durante la madrugada, son las 10.00 dela mañana y ya el calor es insoportable. Cargamos “nafta” en una estación de servicio colindante con el hotel y ya se nos empieza a hacer habitual la escasez de combustible por toda Argentina. Un promedio de 7 autos hacen fila antes que nosotros para cargar las motos, ante la sorprendida mirada de los lugareños, quienes no dejan de sorprenderse y apreciar tamañas máquinas.
Dos cosas que respirar: La ausencia de grandes importaciones en Argentina y la ausencia de nafta. La primera se explica por la decisión gubernamental de proteger la industria nacional y castigar la importación con altos impuestos por lo que toda máquina japonesa de mediana cilindrada es prácticamente inalcanzable. Por lo mismo, es muy difícil ver, al menos al interior del país, máquinas japonesas, americanas o europeas circulando por las calles, para ellos es un lujo que nadie se puede dar, salvo los elegidos. En este escenario, nos circundan cientos (lo digo sin exagerar) de motos de baja cilindrada, de 110 0 125 cc., de marcas nacionales con componentes chinos. Zanella y Motomel, son patria en este territorio. Motos pequeñas, modificadas para que corran a reventar. Así no es raro que se te cruce cualquiera a 100 kilómetros por hora en la ciudad, sin casco, sin chaqueta, sin guantes, sólo con “hojotas” (chalas) en el mejor de los casos. Ya no nos extraña ver tres pasajeros por moto o muchas veces la familia completa. O sea, hay un pacto con la muerte expreso, aceptado y que la comunidad observa con meridiana indulgencia, pero con el que nosotros no transamos.
Respecto a la ausencia de nafta o gasolina, qué decir: Se llenó de autos Argentina y no hay combustible para todos. Explicación que resulta absolutamente curiosa, siendo que sabemos estar pisando un país rico, abundante en recursos, incluso en hidrocarburos. Qué más da, ya nos vamos adaptando y las filas serán parte de nuestra recurrente historia.
Ya, por fin hemos cargado las motocicletas de nafta y colocamos las nuevas direcciones en nuestros útiles “gps” que trabajan a la perfección. Los satélites nos prestan ropa para apuntalar los destinos y miramos al cielo como agradeciendo tanta maravilla tecnológica. Enfilamos hacia el “este” por una autopista en regular estado, pero en la cual se trabaja para mejorarla. El cielo se limpia y el sol rector me va machacando la frente como un gran golpe permanente, un guardia sigiloso que no nos da tregua. Abro mi chaqueta, el casco y la verdad es que el aire caliente refresca muy poco. Haremos una parada en “San Luis, otro país”, para recargar combustible.
Efectivamente arribamos al lugar a eso de las 13.00 horas, con un muy buen tiempo de viaje. Estamos en una estación de servicio de carretera. San Luis se muestra como una ciudad muy cuidada. Iluminaria de primera categoría en gran parte de la autopista y constatamos los primeros peajes donde las motocicletas no pagan un peso. Inevitablemente volvemos la mente a nuestro Chile querido donde todo, absolutamente todo se paga y a las motos se les castiga por cruzar una carretera al igual que a los autos, en un ejercicio pobre e indignante. Es que nosotros vamos perdiendo las batallas sociales como un ejército de naipes y todo lo que huela a “público”, es guillotinado antes de que nazca. Somos tristemente, la otra cara de la medalla.
En San Luis, Jorge devora un emparedado de queso y salame que le traerá consecuencias nefastas. Decidimos comer algo liviano y seguir nuestro periplo hasta “Río Cuarto”, una ciudad anclada en la provincia de Córdoba en el centro de Argentina. Rosario parece lejos, y por lo que comentamos con la gente, no alcanzaremos hoy, al menos de día.
Seguimos hasta Río Cuarto, con un calor asfixiante. El termómetro marca los 38 grados a la sombra y nos va derrotando. Estamos a casi dos horas de Río Cuarto y los caminos vuelven a hacerse angostos. Nos avisan que por los “carnavales” en diferentes ciudades del país, habrá un mega fin de semana largo con feriados que durarán hasta el Martes. Es Jueves. Debemos evitar el alto tráfico, pero parece imposible. Ya los argentinos se alistan a salir a disfrutar de este último gran regalo del verano y muchos de ellos tiene el mismo destino que nosotros: Uruguay.
Después de un trayecto a Villa Mercedes, Jorge nos anuncia que no le queda combustible, ya que no cargó en San Luis, presumiendo que alcanzaría a llegar, sin embargo, cabalgamos con un fuerte viento en contra y el consumo ha jugado una trampa. Debemos detenernos en la carretera infinita porque quedan un par de litros en su estanque y la moto italiana no es capaz de llegar más lejos. Jorge decide volver a Villa Mercedes a cargar y lo esperamos por exactos 35 minutos en una carretera solitaria, con el sol sobre nuestras cabezas y por larga rato nos dedicamos a la fotografía. Son las 15.00 horas, hasta que vuelve Jorge y nos cuenta todo el periplo para encontrar combustible ya que las estaciones estaban “vacías”.
Volamos a Río Cuarto ciudad a la que arribamos cercano a las 17.00. Los restaurantes están absolutamente cerrados ya que el calor llama a la siesta y el comercio vuelve a volar sólo cerca de las 20.00. Un apetito feroz nos recuerda que no hemos almorzado pero estamos absolutamente entregados a nuestra suerte.
“Río Cuarto” es una ciudad pequeña, pero que pareciera vivir feliz. Como todas las medianas ciudades argentinas, goza de grandes parques, infinitas plazas y una costanera bendita donde el argentino común dedica grandes tardes al deporte infatigable y a la convivencia familiar. Cómo no añorar estos espacios públicos en nuestro país que parece una jaula repleta de malls, plasmas y autos del año?. Nosotros tenemos otras batallas que resolver, sin lugar a dudas. Una vuelta al origen no haría nada de mal.
En Río Cuarto (aún con su impropio nombre), buscamos un rincón para comer, a pesar de la infatigable siesta. Lo único que encontramos abierto gracias a las indicaciones de los vecinos no fue otra cosa que el expendio de “Panchos”. Vamos por parte. El “Pancho”, no es otra cosa que una adaptación argentina del hot- dog, en un pancito medio raquítico, con una salchicha más larga que la nuestra y con diferentes salsas o aderezos que poco o nada tiene que ver con el completo chilensis. A saber: salsa de choclo con crema, salsa de aceitunas y aceto.... Yo pedía a gritos palta, tomate y esa mayonesa casera que desfila sobre un pan crujiente o al vapor. Nada de eso vi. Por si fuera poco al “pancho” se le corona con una “lluvia de papas” que son esas papitas fritas en hilo. Ahí empecé a extrañar Chile. Es imposible concebir un “completo” con ese carnaval de siutiquerías.
Después de darnos 30 vueltas, un argentino muy amable ofreció guiarnos para salir de la ciudad. Las rotondas nos juegan un mal camino y nos perdemos con facilidad. Logramos salir de Río Cuarto y decidimos que llegaremos por hoy sólo hasta Villa María, quedándonos 250 km. pendientes, que no alcanzaremos a hacer hoy. El calor nos derrota.
Subimos hacia Villa María, otro pueblo muy cercano a Córdoba. Las motos firmes, sin un paso en falso hasta el momento. Llevamos más de 1000 kms. desde que salimos de casa. Esperamos encontrar un hotel decente que nos permita una habitación individual donde no tengamos que bregar con los ronquidos del vecino o los aromas de una jornada extenuante.
Así, ya de noche arribamos a la pequeña ciudad, que es un corredor hacia Córdoba. El Gps marca un hotel y nos quedamos en el primero. No es una maravilla, pero cumple su objetivo. Descanso y lavado de ropa, para siempre mantenerla limpia. Somos reyes, cada uno posee habitación individual, por lo que Lucho podrá roncar a sus anchas.
Salimos de noche en busca de una parrilla y llegamos recomendados donde el “Lupo”, restaurante tradicional argentino con un mozo demasiado espacial: Nos vamos a la segura. Ante su lento ofrecimiento de los platos, pedimos para los tres un Bife chorizo con ensalada mixta, cerveza y gaseosa. En el intertanto nos deja pancitos y palitos salados para aclimatar el estómago. Sin embargo pasan 15 minutos y ante mi desespero lo llamo para pedirle mantequilla o alguna pastita para acompañar el pan (todo esto muy dentro de nuestra tradición panadera). El diálogo es el siguiente:- Señor, no tiene mantequilla o chimichurri para el pan?- a lo que raudamente y mirándome a los ojos, responde: -Y para qué querés manteca si la carne ya viene?-. Fin del diálogo y una cara de sorpresa recorre nuestros rostros. Ya no hay ánimo para polémicas. El día ha sido largo. Estamos agotados. Eso sí, comemos muy buena carne y el servicio sigue siendo bueno.
Recorremos Villa María a pie, como siempre, en la noche. Una suave brisa nos anuncia agua en cualquier momento con mucho calor. Jorge queda encantado con la ciudad. Las calles anchas y las aceras más aún, nos denuncian un sentido de la convivencia que no tenemos. Mesas en la calle. Las abuelas con los nietos. Son cerca de las 23.00 y debemos descansar. Rosario está ahí, la ciudad de las mujeres más hermosas de Argentina, según dicen. Nos vamos al hotel, también se incluye desayuno. Yo me acuerdo de mi casa, tan lejos, pero tan cerca. Pienso infinitamente: NO hay ningún “Pancho” que se acerque a un “Completo”.

jueves, 1 de marzo de 2012

Capítulo I. Diálogo con el viento de la cordillera y el origen de un viaje.


Francamente no lo sé. No puedo decir con entereza en qué momento miré el mapa y dije: Uruguay. Normalmente, la brutalidad del motociclista obtuso y ciego, nos lleva a pensar que podemos recorrer hasta Siberia en moto. Yo soy uno de ellos. No conocía la “República oriental” y de repente aparecía ahí, al alcance de todos mis deseos. El Río de La Plata no tardaría en recibir esa “nafta” quemada desde Chile.
Ahora, era compartir esta idea con mi compañero de tantas rutas, con el inigualable Luis Montecinos, quien sin mediar demasiado debate, aceptó el desafío como lo aceptan los motoqueros: Vamos!.
Impusimos el despegue de nuestras tierras de vinos y soles el 15 de Febrero de 2012, como una fecha definitiva. Sorpresivamente se nos unía Jorge Segura, como último jinete quien afirmaba a ciencia cierta que no renunciaría por nada a esta tremenda aventura.
Visto lo anteriormente expuesto, delimitamos nuestras monturas: Luis iría en su flamante Honda VTX 1300, Jorge en su Ducati Multi Strada 1200 y este inquieto pez en la Suzuki Intruder 1500.
Las cartas estaban echadas. Los materiales revisados y el arsenal de deseos listos para derrumbar un pedazo de frontera llamada Los Andes.
Iniciamos el día 15, a eso de las 08.00 a.m., el vuelo desde nuestras tierras, con un rumbo pausado, como asumiendo cada kilómetro con el carácter de inolvidable. Una fresca brisa nos despedía bajo el rugido de estos escapes y el despiadado sol nos avisaba que nos esperaría un infierno de aire caliente en los días venideros. No había palabra escuchada que nos hiciera detener.
Luego de cruzar bajo un nido de abejas movilizadas Santiago de Chile, cerca de las 15.00 horas nos encontramos en la aduana chileno argentina, en ese paso “Los Libertadores”, que trae cada vez a colación la travesía de un puñado de hombres por nuestra inviolable montaña, en precarias condiciones, con un hielo como cuchillos afilados, pero que fue capaz de darnos el imperio de la patria.
Extrañamente, esta vez ocurrieron dos hechos reveladores en la aduana y en la cordillera. Sufrí la “puna” de la altura y la montaña me recordó y roncó a mi oído que allá, en medio del silencio bullicioso del viento, sus bofetadas son de verdad, como para hombres destripados de miedos y angustias.
El otro hecho algo extraño, es que en esta oportunidad no devoramos, en mi precisa elección, una de las mejores “milanesas” que nos ofrece Argentina y que precisamente se encuentra en el carrito del complejo aduanero del país vecino. Es una milanesa completa, inimitable, en un pan crujiente, absolutamente milagrosa para ingresar persignado al paraíso de bondades gastronómicas que nos traerá este viaje. La montaña me jugó una mala pasada y no tuve esa milanesa de siempre entre mis manos.
Lo siguiente es parte de uno de los paisajes más preciosos que enfrentamos. El viaje desde La Aduana a Uspallata, primer pueblo formal que nos recibe al otro lado del mapa, hace que estos primeros cien kilómetros sean magníficos, puros, en medio de una geografía curtida por el viento y las rocas. La motocicleta parece saludar con sus rugidos, el hálito de miles de años de historia y ya la lengua de calor, va abriendo nuestras chaquetas y cascos, como invitándonos a una hoguera. La cordillera poco a poco nos va despidiendo con sus túneles y cuevas, con su serenidad vigilante, su guardia impenetrable.
Queremos llegar a San Luis el primer día, ciudad distante a poco más de 260 kilómetros al Este de Mendoza, pero las fuerzas ya no son las de la mañana. Son cerca de las 19.00, estamos semi derretidos y con un poco de esfuerzo podemos llegar a las 22.00 horas a ese lugar, pero declinamos tal decisión y decidimos recalar sobre un pueblo distante a 60 kilómetros de Mendoza, para pasar ahí la noche y recobrar aliento. Pero primero Mendoza nos recibe con su gente y su calor feroz. Nos ahuyenta y nos atrae. Qué ciudad maravillosa!. He estado acá varias o muchas veces y siempre hay un abrazo esperando. Un Oasis en medio de la sequedad de un país inmenso. Mendoza es tan hermana, que se multiplican las patentes chilenas y el saludo en las esquinas es familiar, como si no nos dividiera una cordillera. Sin embargo, lo dejamos atrás. Debemos avanzar. Uruguay todavía está demasiado lejos.
Recalamos definitivamente en nuestra primera noche en San Martín de Mendoza, un pueblo pequeño que no le falta absolutamente nada. Me sorprende el mal estado de muchas de sus calles y la gente local nos mira como verdaderos marcianos, ya que con un calor infeliz, rodamos en gigantes motos con “camperas”, botas, cascos y guantes; elementos innecesarios para el motociclista local que con suerte “porta” un casco en su antebrazo. Esta imagen se nos repetirá por toda Argentina, como si la seguridad fuere un mal chiste y el enfrentamiento con la vida y la muerte se hiciera en un cerrar de ojos.
El nombre del pueblo no es casualidad. El Libertador es omnipresente en calles y monumentos. Los Carrera y Rodríguez me gritan al oído que cierre los ojos y que continúe. La empresa va bien. Un hotel nos recibe y podemos ducharnos como merecemos. Sólo hay una habitación triple disponible y hacemos caldos con nuestros aromas comunes, luego de casi 700 kilómetros recorridos en la primera jornada. Nos espera una Parrilla por algo más de 200 pesos, más la correspondiente cerveza y miles de gaseosas que permitan rehidratarnos.
Una tormenta eléctrica se visualiza en el horizonte. Llueve con un calor sofocante. Las motos circulan de igual forma. Ya nos comenzamos a mojar como en un invierno feliz. Volvemos al hotel. Esto está recién comenzando.

Con los ojos en el Este


La siguiente entrega de capítulos narrados en el idioma mixturado de motocicletas y poesía, dará cuenta del último viaje perpetrado por tres pilotos por más de 5000 kms. a la hermana república de Argentina y Uruguay, en el último Febrero de 2012
Yo le he dicho en todos los tonos. El mundo sobre dos ruedas es tan distinto, que se narra, no se explica.
El resto es seguir soñando con un mundo que vuela para atrás y que no avanza.