jueves, 1 de marzo de 2012

Capítulo I. Diálogo con el viento de la cordillera y el origen de un viaje.


Francamente no lo sé. No puedo decir con entereza en qué momento miré el mapa y dije: Uruguay. Normalmente, la brutalidad del motociclista obtuso y ciego, nos lleva a pensar que podemos recorrer hasta Siberia en moto. Yo soy uno de ellos. No conocía la “República oriental” y de repente aparecía ahí, al alcance de todos mis deseos. El Río de La Plata no tardaría en recibir esa “nafta” quemada desde Chile.
Ahora, era compartir esta idea con mi compañero de tantas rutas, con el inigualable Luis Montecinos, quien sin mediar demasiado debate, aceptó el desafío como lo aceptan los motoqueros: Vamos!.
Impusimos el despegue de nuestras tierras de vinos y soles el 15 de Febrero de 2012, como una fecha definitiva. Sorpresivamente se nos unía Jorge Segura, como último jinete quien afirmaba a ciencia cierta que no renunciaría por nada a esta tremenda aventura.
Visto lo anteriormente expuesto, delimitamos nuestras monturas: Luis iría en su flamante Honda VTX 1300, Jorge en su Ducati Multi Strada 1200 y este inquieto pez en la Suzuki Intruder 1500.
Las cartas estaban echadas. Los materiales revisados y el arsenal de deseos listos para derrumbar un pedazo de frontera llamada Los Andes.
Iniciamos el día 15, a eso de las 08.00 a.m., el vuelo desde nuestras tierras, con un rumbo pausado, como asumiendo cada kilómetro con el carácter de inolvidable. Una fresca brisa nos despedía bajo el rugido de estos escapes y el despiadado sol nos avisaba que nos esperaría un infierno de aire caliente en los días venideros. No había palabra escuchada que nos hiciera detener.
Luego de cruzar bajo un nido de abejas movilizadas Santiago de Chile, cerca de las 15.00 horas nos encontramos en la aduana chileno argentina, en ese paso “Los Libertadores”, que trae cada vez a colación la travesía de un puñado de hombres por nuestra inviolable montaña, en precarias condiciones, con un hielo como cuchillos afilados, pero que fue capaz de darnos el imperio de la patria.
Extrañamente, esta vez ocurrieron dos hechos reveladores en la aduana y en la cordillera. Sufrí la “puna” de la altura y la montaña me recordó y roncó a mi oído que allá, en medio del silencio bullicioso del viento, sus bofetadas son de verdad, como para hombres destripados de miedos y angustias.
El otro hecho algo extraño, es que en esta oportunidad no devoramos, en mi precisa elección, una de las mejores “milanesas” que nos ofrece Argentina y que precisamente se encuentra en el carrito del complejo aduanero del país vecino. Es una milanesa completa, inimitable, en un pan crujiente, absolutamente milagrosa para ingresar persignado al paraíso de bondades gastronómicas que nos traerá este viaje. La montaña me jugó una mala pasada y no tuve esa milanesa de siempre entre mis manos.
Lo siguiente es parte de uno de los paisajes más preciosos que enfrentamos. El viaje desde La Aduana a Uspallata, primer pueblo formal que nos recibe al otro lado del mapa, hace que estos primeros cien kilómetros sean magníficos, puros, en medio de una geografía curtida por el viento y las rocas. La motocicleta parece saludar con sus rugidos, el hálito de miles de años de historia y ya la lengua de calor, va abriendo nuestras chaquetas y cascos, como invitándonos a una hoguera. La cordillera poco a poco nos va despidiendo con sus túneles y cuevas, con su serenidad vigilante, su guardia impenetrable.
Queremos llegar a San Luis el primer día, ciudad distante a poco más de 260 kilómetros al Este de Mendoza, pero las fuerzas ya no son las de la mañana. Son cerca de las 19.00, estamos semi derretidos y con un poco de esfuerzo podemos llegar a las 22.00 horas a ese lugar, pero declinamos tal decisión y decidimos recalar sobre un pueblo distante a 60 kilómetros de Mendoza, para pasar ahí la noche y recobrar aliento. Pero primero Mendoza nos recibe con su gente y su calor feroz. Nos ahuyenta y nos atrae. Qué ciudad maravillosa!. He estado acá varias o muchas veces y siempre hay un abrazo esperando. Un Oasis en medio de la sequedad de un país inmenso. Mendoza es tan hermana, que se multiplican las patentes chilenas y el saludo en las esquinas es familiar, como si no nos dividiera una cordillera. Sin embargo, lo dejamos atrás. Debemos avanzar. Uruguay todavía está demasiado lejos.
Recalamos definitivamente en nuestra primera noche en San Martín de Mendoza, un pueblo pequeño que no le falta absolutamente nada. Me sorprende el mal estado de muchas de sus calles y la gente local nos mira como verdaderos marcianos, ya que con un calor infeliz, rodamos en gigantes motos con “camperas”, botas, cascos y guantes; elementos innecesarios para el motociclista local que con suerte “porta” un casco en su antebrazo. Esta imagen se nos repetirá por toda Argentina, como si la seguridad fuere un mal chiste y el enfrentamiento con la vida y la muerte se hiciera en un cerrar de ojos.
El nombre del pueblo no es casualidad. El Libertador es omnipresente en calles y monumentos. Los Carrera y Rodríguez me gritan al oído que cierre los ojos y que continúe. La empresa va bien. Un hotel nos recibe y podemos ducharnos como merecemos. Sólo hay una habitación triple disponible y hacemos caldos con nuestros aromas comunes, luego de casi 700 kilómetros recorridos en la primera jornada. Nos espera una Parrilla por algo más de 200 pesos, más la correspondiente cerveza y miles de gaseosas que permitan rehidratarnos.
Una tormenta eléctrica se visualiza en el horizonte. Llueve con un calor sofocante. Las motos circulan de igual forma. Ya nos comenzamos a mojar como en un invierno feliz. Volvemos al hotel. Esto está recién comenzando.

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