miércoles, 27 de junio de 2012

Capítulo V. El Hollywood uruguayo y El erótico pueblo de Nueva Helvecia.








Domingo por la noche en Montevideo. Con Lucho hemos caminado alrededor de 7 o 10 kilómetros por la Rambla de esta capital y estamos medio cansados. La ciudad se muestra repleta, inmensamente internacional. Los “carnavales”; especies de fiestas populares, con tableros, cantos y otras muestras artísticas; repletan la ciudad.
Partimos raudos a estas fiestas del pueblo, a un barrio de Montevideo. Lleno total. El espectáculo es una tablada con cantantes populares y las famosas “Murgas”, género teatral-coral-musical, que en Uruguay son la voz de los sin voz y sus letras son abiertamente contingentes y sociales, revitalizando la antigua idea de los juglares. Quedamos maravillados, hay un diálogo con el público absolutamente cómplice. La denuncia de sus textos son puestos en escena y muchas veces la historia latinoamericana se vuelve a escuchar en un coro. Una historia repetida, de “patios traseros”, de postergaciones, de balas y desaparecidos. Un círculo que nos envuelve con su amor y violencia. Estoy emocionado. La palabra hecha canción, la poesía vuelve a ser herramienta para la autodefinición de los pueblos. Uruguay es orgulloso de sus caminos y tropiezos y nada mejor, ningún instrumento más alto que un verso filudo, junto al coro de miles de personas reunidas y el sentido absoluto que filmamos un pequeño sueño, un gran sueño del mundo reunido en torno a una idea.          
Terminamos pasada la medianoche. Volvemos al viejo hotel, en medio de ascensores de 50 años que nos imprimen un soberano vértigo en cada una de las bajadas o subidas. Mañana saldremos muy temprano rumbo a Punta del Este para comprobar toda la leyenda.
Montevideo, en este Lunes feriado nos recibe con lluvia. No hemos sacado las motos del estacionamiento y Lucho parte temprano a reparar su barra de luces que está dando problemas. Lo logra y enfilamos hacia el centro turístico más importante de este país.
Por una estupenda carretera y bajo la lluvia intensa nos acercamos a el balneario por excelencia de este país, sin embargo, poco a poco nos vamos dando cuenta que Punta del Este ya no les pertenece a los uruguayos. Acá nos reciben Ferraris  y un centro atiborrado de las tiendas de lujo, restaurantes donde el plato de ñoquis cuesta la increíble suma de US$80. Calles abiertamente iluminadas, invadidas por una mixtura de Europa y sabor gringo que nos hacen ver que cada pisada, que cada respiro y suspiro, acá, valen muchos dólares.
Llueve y estacionamos nuestras motos en la costanera y corremos a tomar las respectivas fotografías en los “dedos” que son obra de un escultor chileno y que nos recuerdan aquellos que están en medio de nuestro desierto. Los turistas deben esperar turno en medio de este monumento para capturar el momento que deja testimonio que has pasado por tan lujoso lugar.















Concurrimos a almorzar en el peor de los restaurantes de Uruguay. Caro y pésimo. Un pedazo de carne digno de una suela acompañada de unas ensaladas “marinas” pobretonas, hacen que miremos con nostalgia absoluta a Argentina. Nos atienden mal. Demoran siglos en llegar a la mesa y ni siquiera un engaño para mis tripas surge desde la cocina.
Sin embargo nos emocionamos. Se nos acercan un grupo de tres o cuatro niños a la mesa y gritan: “¿ustedes son los chilenos de las motos?” y casi nos abrazan. Efectivamente por primera vez nos topamos en Uruguay con una numerosa familia chilena a quienes reconocemos el acento de los “poh!” de lejos. Acá se nota, es imposible pasar desapercibido.
Las fotos se han posesionado de nuestras motos, por gentes que quieren subirse a ellas e inmortalizar un momento. Todos demasiado amables. Gentiles, con una facilidad para enfrentar la amistad y trazar la conversación en el aire de los mundos, particularmente hermosa.
Encendemos las máquinas y Retornamos a Montevideo. En una de las miles de “rotondas” que hay tanto en Argentina como Uruguay, por primera vez nos perdemos. Yo sigo de largo rumbo a Maldonado y mis compañeros retornan a Montevideo. Llueve de manera constante. Me desespero al verme solo y al haber perdido las otras motos. Mi gps no funciona. Paro a la orilla del camino a tratar, infructuosamente de comunicarme con los muchachos, pero nada funciona. Abro el casco y trato de recopilar una a una las gotas que caen del cielo en pleno verano. Llueve sin frío, pero cada vez los goterones se hacen más firmes. Trato de despejar la mente en estos breves segundos para saber qué hacer o a dónde dirigir la motocicleta. Le pregunto a un gentil muchacho que pasa por mi lado y me dice que voy en la dirección errada. Pánico. De mis compañeros, ni señas. Me devuelvo en medio de las veinte rotondas de Punta del Este, absolutamente a ciegas. El Gps no funciona. Paso a cargar combustible y ya la lluvia comienza molestar. Enfilo raudamente hacia Montevideo por la ruta que parece correcta, en medio de un tráfico repleto de autos de lujo, Ferraris, Porsche y otros que diviso por entre la mica y las gotas.
Me muevo lento por las últimas calles de Punta del Este, cuando ya tomo la carretera rumbo a la capital uruguaya. Diviso a lo lejos, dos motos en el horizonte, estacionadas al borde del camino. Mis queridos compañeros están en una dura sesión de fotos, mientras yo ya caía en el desespero de no saber el destino. Después de unos minutos de no saber qué decir, nos largamos a reír. Somos otra vez el equipo de entrada a este país y debemos retornar a Colonia, casi al frente de Argentina, en el otro extremo de Uruguay, con el objeto de conocer esa parte histórica del país y cruzar a Buenos Aires por Buque Bus, atravesando el Río.
La carretera limpia y hermosa que nos dio la bienvenida a este lugar desde la capital, ahora es un verdadero aguacero. En nuestro elefantes que son la Honda 1300 y la Intruder 1500, debemos reducir la velocidad y Lucho me hace señas desesperadas que no se ve nada, puesto que la lluvia es muy intensa. Nos quedan largos 304 kilómetros de recorrido y los riesgos van palmo a palmo con el agua que cae del cielo como enviada por el demonio.
Nos encontramos a poco a andar con un accidente monumental: Automóviles volcados y heridos lo que nos hace replantearnos si es conveniente parar a esperar que la lluvia cese.
Inesperadamente a Ducati avanza a ritmo veloz, en medio de la oscuridad más compleja de la lluvia y sigue su camino dejándonos atrás. No podemos alcanzarla y en mi mente y músculos tampoco pasa la idea de tirar mi puño hacia abajo para acelerar, aún me queda mucho trecho para volver entero a casa. Creo que íntimamente pensamos con Lucho que Jorge nos esperará a la entrada de Montevideo, pero nada de ello ocurre.
   Ingresamos a la capital uruguaya, con un cortina de agua y no se nos ocurre nada mejor que pasar a una estación de servicio a colocarnos los trajes de agua, ya que de seguro, a este ritmo y, faltando 150 kilómetros más, nuestros trajes no resistirán.
                Mis calcetines están empapados. Los cambio por unos secos y volvemos a montar las motos en medio de la lluvia. Miramos la Rambla con cierta nostalgia por los paseos anteriores y cruzamos Montevideo en medio de la autopista. Ahora cae la temperatura y se va acabando la luz. De Jorge no tenemos dato alguno ni menos de la Ducati. Paramos por un café en otra estación de servicio a unos 50 kilómetros de Montevideo. Nos faltan largos 150 kilómetros y al menos la lluvia escampa. Sin embargo nos queda poca luz y debemos tratar de volver a reunir al grupo completo. Destino Final para el día de Hoy: Colonia. La idea original siempre ha sido cruzar el río por Buque Bus  y llegar a Buenos Aires para después de manera casi recta cruzar toda Argentina y llegar a Mendoza.
                Vamos a buena velocidad, sin embargo, al llegar cerca del cruce carretero a Nueva Helvecia, mi motocicleta, dispara un petardo anormal que parece que explotara su motor y se desinfla como por inercia. Lucho se detiene y nos agarramos la cabeza a dos manos. El ruido es de motor, la moto no “levanta” y auguramos lo peor: Yo le digo: “Válvulas”.  Estamos en medio de la nada y me aferro a mi motocicleta, besándola, casi haciéndole cariños, para que en este momento cruel no me abandone. Lucho me mira con una cara de funeral y esencialmente porque en nuestro recorrido por estos dos países no hemos visto motocicletas como las nuestras por lo que presumimos que no existirán repuestos en caso de un suceso grave.
 Han sido largos kilómetros y la moto ha respondido de maravillas, casi trotando, por lo que no alcanzo a dimensionar qué puede haber sucedido. Estamos al borde del camino, saliendo de un pequeño poblado del que no recuerdo el nombre. Nos quedan pocos kilómetros para llegar a Nueva Helvecia, un poblado un poco más grande, donde hay servicios, pero la moto, por el “crudo sonido” de su motor, no me atrevo a moverla. Nos queda poquita luz natural y ya empiezo a sacar todo mi set de herramientas, obligatorio, para este tipo de viajes y periplos. De improviso miramos al frente, a la otra berma del camino y como por obra de esos milagros que ya no existen, divisamos en una casa, absolutamente rural, una pizarra, que con una letra endemoniada dice “mecánica general”. Cruzo de inmediato a preguntar a esta casa, anclada en la nada y que posee una “casera” publicidad de lo que entendemos por taller mecánico, cuando aparece a mis llamados en un imponente portón de lata un ser humano grande, enjuto, en un español demasiado rural y uruguayo quien me saluda y me señala algo así como: “Yo-yo estaba mirando y escuché el ruido”. La rapidez con la que habla y su fonética me impiden descifrar sus palabras con claridad, salvo el concreto: “Se trabó una válvula y perdió la luz”. Le pido que me deje entrar la moto a su taller y accede gustoso. Maravillado queda, al igual que su hijo-ayudante, de unos 17 años, de nuestras motocicletas y sus cilindradas, que en sus palabras: “No se ven por acá”, daba razón a mis iniciales preocupaciones.   







    
El taller es un espacio en construcción de adobe de cinco por cinco metros. Hay restos de partes indescriptibles de vehículos tirados por todos lados y una mesa central donde se reparten gran parte de las herramientas del “maestro”, como si todo fuera un quirófano de la prehistoria. Su primer diagnóstico es que son “Válvulas” y una de ellas se quedó “pegada”. Por lo mismo, su intención es destapar el motor y me señala que no sabe cómo empezar, porque nunca ha desarmado una moto tan grande. Lucho me sigue mirando con una expresión de terror y asombro (más terror sin dudas), por lo que tomo la iniciativa y le digo que yo la desarmaré con mis propias herramientas.
Los años sobre la moto no sólo te dan la experticia, (que nunca es suficiente) para dominar diferentes situaciones de riesgo, sino que también, lo quieras o no, vas desarrollándote como un mini mecánico que es capaz de conocer los sonidos, colores y olores de tu medio de transporte, quien como cualquier galeno, es capaz de diagnosticar a priori, al menos, los síntomas más propios de una enfermedad.
Reflexionado lo anterior, saqué mis herramientas preferidas, donde está mi mini chicharra con el juego de dados profesionales marca “Baco” y me di a la tarea de dejar lo más desnuda posible a mi “guatona”. Lucho, me ayuda de inmediato a la tarea, ante el asombro de nuestro maestro uruguayo y su hijo, quienes en un español demasiado “cerrado” daban expresiones que no alcanzo a retener en la memoria, porque simplemente nunca las entendí.
Es absolutamente de noche, tenemos una ampolleta minúscula que cuelga desde una viga del techo añoso y mi decisión es clara: Comenzaré por lo mínimo hasta llegar a lo máximo. Yo siento que se debe necesariamente hacer el camino correcto: revisar las bujías y los cables para ver si está llegando chispa al cilindro y después ver si está trabada la válvula. Dicho lo anterior, con lo primero que me encuentro, es con la bujía suelta, absolutamente fuera de su lugar y en ese escenario me parece lógico que sea esa la causa del por qué la moto se encuentra “soplando”. Con tanta vibración, de tantos miles de kilómetros, el torque de apriete sobre la bujía cedió y ésta salió volando dejando ese cilindro desnudo. Como ando con bujías de repuesto aprovecho de cambiarla, monto algunas piezas, doy arranque y la “guatona” ruge como siempre, enorme, ante el asombro de mi maestro uruguayo al que ya no le entiendo nada en su cuasi español, pero al que le doy un abrazo por tanta gentileza y amabilidad. Beso a la “guatona” en un rito que nos ha acompañado por años y la abrazo por tanta fidelidad.
Llegan los amigos del hijo a ver las motocicletas y consagramos con muchas fotografías este momento tan especial, tan surreal, como sacado de una novela del Gabo. Nos despedimos con un “hasta pronto”, más el respectivo aporte monetario, y ahora que no llueve, el frío se apodera de nuestras existencias.
Estamos otra vez sobre las motocicletas. No llegaremos a Colonia. Tengo hambre, estoy cansado y le digo a Lucho que nos alojemos en el pueblo más cercano que es Nueva Helvecia. Son cerca de las 21.00 hrs. de un Lunes feriado y no anda absolutamente nadie en las calles.
Enfilamos hacia Nueva Helvecia, que no es más que un pequeño pueblo fundado por inmigrantes suizos (de ahí el nombre) y que se enfila hacia el norte de Uruguay facilitando nuestro retorno a Argentina por el mismo paso Fray Ventos.
No tenemos noticias algunas de Jorge. El celular marca apagado y desistimos seguir hasta Colonia.
Arribamos a Nueva Helvecia en la soledad total. Consultamos por alojamientos, pero nuestros hermanos argentinos tienen copadas todas las locaciones posibles. Por error el gps marca una calle donde supuestamente existen alojamientos y nos adentramos en la oscuridad absoluta, en medio del barro, donde nuestras motos patinan como en una gran piscina de jabón, sin mucha escapatoria. Afortunadamente preguntamos en una casa vecina y nos dan un dato de alojamiento- tipo pensión- donde una señora, en pleno centro de la ciudad, hacia donde nos dirigimos, rápidamente casi por inercia. Por lo mismo concluimos que andábamos en la periferia, absolutamente desorientados.
Al ingresar a las calles de este pequeño poblado, ya en asfalto, nos encontramos con la soberana sorpresa de algunos locales que rezan en sus luminosas publicidades, mensajes del siguiente tenor: “Pizza y Pico” y en otros “Restaurante: Lamela”, por lo que inevitablemente, en medio del cansancio más absoluto, el hambre y el tedio, bautizamos a este lugar como: “El erótico pueblo de Nueva Helvecia”. Evidentemente que el chiste es sólo para chilenos, absolutamente ausentes esa noche, que refuerza la ridiculez con los que nos miran los pocos pobladores uruguayos que encontramos esta noche, frente a nuestras risas y las fotografías que captamos de los luminosos.





Por fin estamos instalados en un lugar. Es una pensión absolutamente familiar, con derecho a uso de cocina, por unos $11.000 pesos chilenos, lo que no es malo comparando los altos valores que conocimos acá en Uruguay.
Después de una ducha, salimos a recorrer este pueblo fantasma en un día feriado. Veo un cine de aquellos que dejaron de estar en Chile hace 20 años, UN sueño romántico de “Cinema Paradiso” con estrenos algo antiguos.


 Hay tiendas locales, absolutamente locales de ropa y las infaltables ferreterías. Alcanzamos a encontrar un local abierto, de comida casera y la abuelita me prepara una milanesa doble con la que quedo en estado de shock. Otra vez, el par de uruguayos que están en este mini local, nos preguntan con mucha amabilidad por “los 33” de Atacama, por nuestro presidente de turno que es tan “televisivo” y por el “27F” que para ellos es algo del “más allá”.
No quedan muchas energías. De nuestro compañero no sabemos nada. Quiero dormir.
Decidimos abandonar mañana temprano Uruguay y volver a Argentina por el mismo trayecto utilizado. Imaginamos que Jorge está en Colonia y pasará directo hacia Buenos Aires por Buque Bus. Nosotros no nos separamos, esa es nuestra fortaleza.
“Pizza y Pico” vuelve a sacarme una carcajada en medio de un día irrepetible.                     




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