miércoles, 27 de junio de 2012

Capítulo V. El Hollywood uruguayo y El erótico pueblo de Nueva Helvecia.








Domingo por la noche en Montevideo. Con Lucho hemos caminado alrededor de 7 o 10 kilómetros por la Rambla de esta capital y estamos medio cansados. La ciudad se muestra repleta, inmensamente internacional. Los “carnavales”; especies de fiestas populares, con tableros, cantos y otras muestras artísticas; repletan la ciudad.
Partimos raudos a estas fiestas del pueblo, a un barrio de Montevideo. Lleno total. El espectáculo es una tablada con cantantes populares y las famosas “Murgas”, género teatral-coral-musical, que en Uruguay son la voz de los sin voz y sus letras son abiertamente contingentes y sociales, revitalizando la antigua idea de los juglares. Quedamos maravillados, hay un diálogo con el público absolutamente cómplice. La denuncia de sus textos son puestos en escena y muchas veces la historia latinoamericana se vuelve a escuchar en un coro. Una historia repetida, de “patios traseros”, de postergaciones, de balas y desaparecidos. Un círculo que nos envuelve con su amor y violencia. Estoy emocionado. La palabra hecha canción, la poesía vuelve a ser herramienta para la autodefinición de los pueblos. Uruguay es orgulloso de sus caminos y tropiezos y nada mejor, ningún instrumento más alto que un verso filudo, junto al coro de miles de personas reunidas y el sentido absoluto que filmamos un pequeño sueño, un gran sueño del mundo reunido en torno a una idea.          
Terminamos pasada la medianoche. Volvemos al viejo hotel, en medio de ascensores de 50 años que nos imprimen un soberano vértigo en cada una de las bajadas o subidas. Mañana saldremos muy temprano rumbo a Punta del Este para comprobar toda la leyenda.
Montevideo, en este Lunes feriado nos recibe con lluvia. No hemos sacado las motos del estacionamiento y Lucho parte temprano a reparar su barra de luces que está dando problemas. Lo logra y enfilamos hacia el centro turístico más importante de este país.
Por una estupenda carretera y bajo la lluvia intensa nos acercamos a el balneario por excelencia de este país, sin embargo, poco a poco nos vamos dando cuenta que Punta del Este ya no les pertenece a los uruguayos. Acá nos reciben Ferraris  y un centro atiborrado de las tiendas de lujo, restaurantes donde el plato de ñoquis cuesta la increíble suma de US$80. Calles abiertamente iluminadas, invadidas por una mixtura de Europa y sabor gringo que nos hacen ver que cada pisada, que cada respiro y suspiro, acá, valen muchos dólares.
Llueve y estacionamos nuestras motos en la costanera y corremos a tomar las respectivas fotografías en los “dedos” que son obra de un escultor chileno y que nos recuerdan aquellos que están en medio de nuestro desierto. Los turistas deben esperar turno en medio de este monumento para capturar el momento que deja testimonio que has pasado por tan lujoso lugar.















Concurrimos a almorzar en el peor de los restaurantes de Uruguay. Caro y pésimo. Un pedazo de carne digno de una suela acompañada de unas ensaladas “marinas” pobretonas, hacen que miremos con nostalgia absoluta a Argentina. Nos atienden mal. Demoran siglos en llegar a la mesa y ni siquiera un engaño para mis tripas surge desde la cocina.
Sin embargo nos emocionamos. Se nos acercan un grupo de tres o cuatro niños a la mesa y gritan: “¿ustedes son los chilenos de las motos?” y casi nos abrazan. Efectivamente por primera vez nos topamos en Uruguay con una numerosa familia chilena a quienes reconocemos el acento de los “poh!” de lejos. Acá se nota, es imposible pasar desapercibido.
Las fotos se han posesionado de nuestras motos, por gentes que quieren subirse a ellas e inmortalizar un momento. Todos demasiado amables. Gentiles, con una facilidad para enfrentar la amistad y trazar la conversación en el aire de los mundos, particularmente hermosa.
Encendemos las máquinas y Retornamos a Montevideo. En una de las miles de “rotondas” que hay tanto en Argentina como Uruguay, por primera vez nos perdemos. Yo sigo de largo rumbo a Maldonado y mis compañeros retornan a Montevideo. Llueve de manera constante. Me desespero al verme solo y al haber perdido las otras motos. Mi gps no funciona. Paro a la orilla del camino a tratar, infructuosamente de comunicarme con los muchachos, pero nada funciona. Abro el casco y trato de recopilar una a una las gotas que caen del cielo en pleno verano. Llueve sin frío, pero cada vez los goterones se hacen más firmes. Trato de despejar la mente en estos breves segundos para saber qué hacer o a dónde dirigir la motocicleta. Le pregunto a un gentil muchacho que pasa por mi lado y me dice que voy en la dirección errada. Pánico. De mis compañeros, ni señas. Me devuelvo en medio de las veinte rotondas de Punta del Este, absolutamente a ciegas. El Gps no funciona. Paso a cargar combustible y ya la lluvia comienza molestar. Enfilo raudamente hacia Montevideo por la ruta que parece correcta, en medio de un tráfico repleto de autos de lujo, Ferraris, Porsche y otros que diviso por entre la mica y las gotas.
Me muevo lento por las últimas calles de Punta del Este, cuando ya tomo la carretera rumbo a la capital uruguaya. Diviso a lo lejos, dos motos en el horizonte, estacionadas al borde del camino. Mis queridos compañeros están en una dura sesión de fotos, mientras yo ya caía en el desespero de no saber el destino. Después de unos minutos de no saber qué decir, nos largamos a reír. Somos otra vez el equipo de entrada a este país y debemos retornar a Colonia, casi al frente de Argentina, en el otro extremo de Uruguay, con el objeto de conocer esa parte histórica del país y cruzar a Buenos Aires por Buque Bus, atravesando el Río.
La carretera limpia y hermosa que nos dio la bienvenida a este lugar desde la capital, ahora es un verdadero aguacero. En nuestro elefantes que son la Honda 1300 y la Intruder 1500, debemos reducir la velocidad y Lucho me hace señas desesperadas que no se ve nada, puesto que la lluvia es muy intensa. Nos quedan largos 304 kilómetros de recorrido y los riesgos van palmo a palmo con el agua que cae del cielo como enviada por el demonio.
Nos encontramos a poco a andar con un accidente monumental: Automóviles volcados y heridos lo que nos hace replantearnos si es conveniente parar a esperar que la lluvia cese.
Inesperadamente a Ducati avanza a ritmo veloz, en medio de la oscuridad más compleja de la lluvia y sigue su camino dejándonos atrás. No podemos alcanzarla y en mi mente y músculos tampoco pasa la idea de tirar mi puño hacia abajo para acelerar, aún me queda mucho trecho para volver entero a casa. Creo que íntimamente pensamos con Lucho que Jorge nos esperará a la entrada de Montevideo, pero nada de ello ocurre.
   Ingresamos a la capital uruguaya, con un cortina de agua y no se nos ocurre nada mejor que pasar a una estación de servicio a colocarnos los trajes de agua, ya que de seguro, a este ritmo y, faltando 150 kilómetros más, nuestros trajes no resistirán.
                Mis calcetines están empapados. Los cambio por unos secos y volvemos a montar las motos en medio de la lluvia. Miramos la Rambla con cierta nostalgia por los paseos anteriores y cruzamos Montevideo en medio de la autopista. Ahora cae la temperatura y se va acabando la luz. De Jorge no tenemos dato alguno ni menos de la Ducati. Paramos por un café en otra estación de servicio a unos 50 kilómetros de Montevideo. Nos faltan largos 150 kilómetros y al menos la lluvia escampa. Sin embargo nos queda poca luz y debemos tratar de volver a reunir al grupo completo. Destino Final para el día de Hoy: Colonia. La idea original siempre ha sido cruzar el río por Buque Bus  y llegar a Buenos Aires para después de manera casi recta cruzar toda Argentina y llegar a Mendoza.
                Vamos a buena velocidad, sin embargo, al llegar cerca del cruce carretero a Nueva Helvecia, mi motocicleta, dispara un petardo anormal que parece que explotara su motor y se desinfla como por inercia. Lucho se detiene y nos agarramos la cabeza a dos manos. El ruido es de motor, la moto no “levanta” y auguramos lo peor: Yo le digo: “Válvulas”.  Estamos en medio de la nada y me aferro a mi motocicleta, besándola, casi haciéndole cariños, para que en este momento cruel no me abandone. Lucho me mira con una cara de funeral y esencialmente porque en nuestro recorrido por estos dos países no hemos visto motocicletas como las nuestras por lo que presumimos que no existirán repuestos en caso de un suceso grave.
 Han sido largos kilómetros y la moto ha respondido de maravillas, casi trotando, por lo que no alcanzo a dimensionar qué puede haber sucedido. Estamos al borde del camino, saliendo de un pequeño poblado del que no recuerdo el nombre. Nos quedan pocos kilómetros para llegar a Nueva Helvecia, un poblado un poco más grande, donde hay servicios, pero la moto, por el “crudo sonido” de su motor, no me atrevo a moverla. Nos queda poquita luz natural y ya empiezo a sacar todo mi set de herramientas, obligatorio, para este tipo de viajes y periplos. De improviso miramos al frente, a la otra berma del camino y como por obra de esos milagros que ya no existen, divisamos en una casa, absolutamente rural, una pizarra, que con una letra endemoniada dice “mecánica general”. Cruzo de inmediato a preguntar a esta casa, anclada en la nada y que posee una “casera” publicidad de lo que entendemos por taller mecánico, cuando aparece a mis llamados en un imponente portón de lata un ser humano grande, enjuto, en un español demasiado rural y uruguayo quien me saluda y me señala algo así como: “Yo-yo estaba mirando y escuché el ruido”. La rapidez con la que habla y su fonética me impiden descifrar sus palabras con claridad, salvo el concreto: “Se trabó una válvula y perdió la luz”. Le pido que me deje entrar la moto a su taller y accede gustoso. Maravillado queda, al igual que su hijo-ayudante, de unos 17 años, de nuestras motocicletas y sus cilindradas, que en sus palabras: “No se ven por acá”, daba razón a mis iniciales preocupaciones.   







    
El taller es un espacio en construcción de adobe de cinco por cinco metros. Hay restos de partes indescriptibles de vehículos tirados por todos lados y una mesa central donde se reparten gran parte de las herramientas del “maestro”, como si todo fuera un quirófano de la prehistoria. Su primer diagnóstico es que son “Válvulas” y una de ellas se quedó “pegada”. Por lo mismo, su intención es destapar el motor y me señala que no sabe cómo empezar, porque nunca ha desarmado una moto tan grande. Lucho me sigue mirando con una expresión de terror y asombro (más terror sin dudas), por lo que tomo la iniciativa y le digo que yo la desarmaré con mis propias herramientas.
Los años sobre la moto no sólo te dan la experticia, (que nunca es suficiente) para dominar diferentes situaciones de riesgo, sino que también, lo quieras o no, vas desarrollándote como un mini mecánico que es capaz de conocer los sonidos, colores y olores de tu medio de transporte, quien como cualquier galeno, es capaz de diagnosticar a priori, al menos, los síntomas más propios de una enfermedad.
Reflexionado lo anterior, saqué mis herramientas preferidas, donde está mi mini chicharra con el juego de dados profesionales marca “Baco” y me di a la tarea de dejar lo más desnuda posible a mi “guatona”. Lucho, me ayuda de inmediato a la tarea, ante el asombro de nuestro maestro uruguayo y su hijo, quienes en un español demasiado “cerrado” daban expresiones que no alcanzo a retener en la memoria, porque simplemente nunca las entendí.
Es absolutamente de noche, tenemos una ampolleta minúscula que cuelga desde una viga del techo añoso y mi decisión es clara: Comenzaré por lo mínimo hasta llegar a lo máximo. Yo siento que se debe necesariamente hacer el camino correcto: revisar las bujías y los cables para ver si está llegando chispa al cilindro y después ver si está trabada la válvula. Dicho lo anterior, con lo primero que me encuentro, es con la bujía suelta, absolutamente fuera de su lugar y en ese escenario me parece lógico que sea esa la causa del por qué la moto se encuentra “soplando”. Con tanta vibración, de tantos miles de kilómetros, el torque de apriete sobre la bujía cedió y ésta salió volando dejando ese cilindro desnudo. Como ando con bujías de repuesto aprovecho de cambiarla, monto algunas piezas, doy arranque y la “guatona” ruge como siempre, enorme, ante el asombro de mi maestro uruguayo al que ya no le entiendo nada en su cuasi español, pero al que le doy un abrazo por tanta gentileza y amabilidad. Beso a la “guatona” en un rito que nos ha acompañado por años y la abrazo por tanta fidelidad.
Llegan los amigos del hijo a ver las motocicletas y consagramos con muchas fotografías este momento tan especial, tan surreal, como sacado de una novela del Gabo. Nos despedimos con un “hasta pronto”, más el respectivo aporte monetario, y ahora que no llueve, el frío se apodera de nuestras existencias.
Estamos otra vez sobre las motocicletas. No llegaremos a Colonia. Tengo hambre, estoy cansado y le digo a Lucho que nos alojemos en el pueblo más cercano que es Nueva Helvecia. Son cerca de las 21.00 hrs. de un Lunes feriado y no anda absolutamente nadie en las calles.
Enfilamos hacia Nueva Helvecia, que no es más que un pequeño pueblo fundado por inmigrantes suizos (de ahí el nombre) y que se enfila hacia el norte de Uruguay facilitando nuestro retorno a Argentina por el mismo paso Fray Ventos.
No tenemos noticias algunas de Jorge. El celular marca apagado y desistimos seguir hasta Colonia.
Arribamos a Nueva Helvecia en la soledad total. Consultamos por alojamientos, pero nuestros hermanos argentinos tienen copadas todas las locaciones posibles. Por error el gps marca una calle donde supuestamente existen alojamientos y nos adentramos en la oscuridad absoluta, en medio del barro, donde nuestras motos patinan como en una gran piscina de jabón, sin mucha escapatoria. Afortunadamente preguntamos en una casa vecina y nos dan un dato de alojamiento- tipo pensión- donde una señora, en pleno centro de la ciudad, hacia donde nos dirigimos, rápidamente casi por inercia. Por lo mismo concluimos que andábamos en la periferia, absolutamente desorientados.
Al ingresar a las calles de este pequeño poblado, ya en asfalto, nos encontramos con la soberana sorpresa de algunos locales que rezan en sus luminosas publicidades, mensajes del siguiente tenor: “Pizza y Pico” y en otros “Restaurante: Lamela”, por lo que inevitablemente, en medio del cansancio más absoluto, el hambre y el tedio, bautizamos a este lugar como: “El erótico pueblo de Nueva Helvecia”. Evidentemente que el chiste es sólo para chilenos, absolutamente ausentes esa noche, que refuerza la ridiculez con los que nos miran los pocos pobladores uruguayos que encontramos esta noche, frente a nuestras risas y las fotografías que captamos de los luminosos.





Por fin estamos instalados en un lugar. Es una pensión absolutamente familiar, con derecho a uso de cocina, por unos $11.000 pesos chilenos, lo que no es malo comparando los altos valores que conocimos acá en Uruguay.
Después de una ducha, salimos a recorrer este pueblo fantasma en un día feriado. Veo un cine de aquellos que dejaron de estar en Chile hace 20 años, UN sueño romántico de “Cinema Paradiso” con estrenos algo antiguos.


 Hay tiendas locales, absolutamente locales de ropa y las infaltables ferreterías. Alcanzamos a encontrar un local abierto, de comida casera y la abuelita me prepara una milanesa doble con la que quedo en estado de shock. Otra vez, el par de uruguayos que están en este mini local, nos preguntan con mucha amabilidad por “los 33” de Atacama, por nuestro presidente de turno que es tan “televisivo” y por el “27F” que para ellos es algo del “más allá”.
No quedan muchas energías. De nuestro compañero no sabemos nada. Quiero dormir.
Decidimos abandonar mañana temprano Uruguay y volver a Argentina por el mismo trayecto utilizado. Imaginamos que Jorge está en Colonia y pasará directo hacia Buenos Aires por Buque Bus. Nosotros no nos separamos, esa es nuestra fortaleza.
“Pizza y Pico” vuelve a sacarme una carcajada en medio de un día irrepetible.                     




lunes, 2 de abril de 2012

Capítulo IV. Uruguay y la belleza de vivir la vida.

Ya es la costumbre, pero te va demoliendo. Levantarse temprano cada día para subirse a la moto. Llevo 4 días de nómade total y necesito estar más de un día en alguna parte. Mi maleta se abre y se cierra como el amor de los marineros. No puedo generar ninguna pequeña raíz con nada, ni siquiera con los grandiosos platos de comida que hemos degustado. El objetivo es claro: Hoy dormiremos en Montevideo. Nos levantamos con cierto relajo: damos un breve paseo matinal por Gualeguay, sintiendo que es abiertamente un pueblo de paso, pero encantador. Fotografío con precisión el restaurant que la noche anterior me dio un placer maravilloso con sus pastas y dejamos este hotel familiar donde el dueño nos sigue “cargando” la ayuda a los ingleses por el gobierno de turno. Debemos enfilar rápidamente hacia Gualeguaychú, distante a 84 kilómetros de Gualeguay, todo dentro de la provincia de Entre Ríos, en el límite con el paso internacional hacia Uruguay. Ya al dejar Gualeguay, nos damos cuenta que este día será largo. Son cerca de las 11.00 y la carretera de una sola vía, luce increíblemente infestada de vehículos argentinos que corren por llegar a la frontera en este Sábado feriado. Otro regalazo de la Muñeca Brava para que los argentinos disfruten del turismo. Acelerador a fondo nos llevan apurados estos 84 kilómetros por lo que demostramos todo el poder de las motocicletas adelantando a cuanto auto se nos atraviesa, para tener otra vez ante nuestra visión que se ha transformado en un gran lente fotográfico, todo ese verde lleno de una humedad salvaje, que permite tener a la mano extensiones de campos con sus vacunos invitándome a ser más carnívoro que nunca y despreciando toda idea de naturismo o amor por los vegetales. Al llegar a Gualeguaychú, último bastión argentino antes de cruzar a Uruguay, estamos frente a un mar de vehículos que impiden el tránsito expedito y las calles se hacen estrechas en este pequeño pueblo fronterizo. El calor nos sofoca. Adelantamos por lugares no habilitados a una fila interminable de vehículos que hacen todo lo posible por hacer un martirio esta parte del viaje. Salimos airosos de Gualeguaychú y enfilamos a todo dar, casi deshaciéndonos a la frontera Uruguaya. Otro puente maravilloso. Cruzamos el Río de la Plata por otra obra maestra de ingeniería. Ningún maldito calor me quita este placer indescriptible de estar subiendo sobre el lomo de un elefante que no acaba y que se desinfla en la otra ribera del río, ya en otro país. ¿Podrá la ribera de un río, ser tan fuerte como para cambiar la personalidad de sus habitantes y sus costumbres? Lo iremos comprobando en lo sucesivo. La aduana de este paso Internacional “Gualeguaychú-Fray Ventos” no es más que un mini peaje de tránsito ligero de un país a otro, sin los controles feroces que encontraremos al volver a nuestro país. Está absolutamente repleto y ya parados no hay sombra que nos tienda una mano, al sol hay fáciles 45 grados de calor según marca el termómetro de la moto. Yo sigo ahogado, pero me voy acostumbrando a respirar fuego, en medio de mi deshidratación y mis gaseosas que no me abandonan. Una aduana informal. Un sujeto saca billetes de su propio bolsillo y cambia en un mesón moneda argentina por uruguaya. Conversamos con camioneros que nos dan alegremente la bienvenida a Uruguay. Nos miran con incredulidad. Chile está demasiado lejos y no logro divisar una patente chilena en medio de tantas negro y blanco argentinas. Con relativa premura salimos de esta aduana y ya nos hemos dado el primer abrazo por tocar suelo uruguayo. Parte del viaje está cumplido, pero nos faltan enteros 400 kilómetros para llegar a Montevideo, la estación de este viaje. Almorzamos en un pequeño restaurant casi a la entrada de Fray Ventos y los precios ya empiezan a cambiar. El costo de la vida uruguaya es más caro para nosotros, así que nos invita al autocontrol. Empezamos a extrañar Argentina, donde comer y dormir sigue siendo muy conveniente. Alas 15.00 horas enfilamos hacia Montevideo y vamos atravesando extensiones de prados gobernados por vacunos y un aire agrícola que predomina en toda esta zona noroeste de entrada a Uruguay. Pasamos por pequeños poblados como Cardona, donde los caminos son bastante malos con un asfalto debilucho que ha sufrido el rigor de camiones y autos, al ser el único medio de ingreso. Todo es más pequeño, se ve poca gente, teniendo en cuenta que atravesamos un sector absolutamente rural. Ahora lo concordamos de manera correcta: Uruguay, según el censo de 2011 tiene sólo 3.200.000 habitantes, por lo que no podemos pedir las cantidades de personas que en cada ciudad argentina encontramos. De hecho, se multiplican las patentes argentinas y disminuyen las uruguayas. La primera falla se nos presenta en una de las motocicletas. La Honda ha quemado sus intermitentes y la verdad es que no nos queda mucha luz de viaje para dar un arreglo definitivo a la barra de neblineros e intermitentes, por lo que Lucho da un arreglo temporal y seguimos adelante. Jorge se las ha emplumado a toda velocidad en la Ducati y nos ha dejado atrás. El viaje se va adentrando por un camino en pésimo, estrecho, lleno de lomas que nos hace recordar que vamos arriba de un caballo metálico, pero que nuestros riñones no agradecen en forma alguna. Llegamos a Rosario, pero el poblado uruguayo, una ciudad con la historia a cuestas. Pequeño conjunto de casas, calles de adoquines y por donde brota, en medio de su calor húmedo, vegetación abundante en un paisaje que no es habitual para nosotros. Las paredes parecen florecer, como una gran pizarra donde los colores de una acuarela de vaciaran. Allí volvemos a encontrar a Jorge, casi de casualidad. Nuestros celulares no han sido los mejores y las diversas “compañías” de nuestros servicios nos han jugado en contra. Estamos a escasos 122 kilómetros de Montevideo y la autopista vuelve a aparecer. Dos vías de mediana velocidad, pero que invitan a apurar a nuestras máquinas ya que nos queda poquísima luz y las 18.30 horas nos despiden de Rosario. El Río de la Plata nos persigue por todos lados. Un gran mar que no es nada parecido, sino que un río de oro en torno al cual se forjaron gran parte de estos pueblos, con una desembocadura perfecta al Atlántico. Se nos acaba la luz. Lucho viene con “corte eléctrico” y pierde su luz de estacionamiento y freno, me voy tras de él protegiendo su integridad y ya estamos a pocos kilómetros de la capital uruguaya. Entramos, por fin. Nos paramos a una orilla del camino, en plena urbe, cerca del puerto y nos damos un gran abrazo los tres, emocionados, lo hemos logrado. Todo lo que venga es un regalo. Montevideo está de fiesta. Los carnavales de verano se desencadenan como un gran maremoto y la ciudad se ve y aprecia repleta. Nos estacionamos de noche en avenida 18 de Julio con una desesperación infeliz: No hay alojamiento en ningún hotel. Argentinos y brasileros no han ganado la partida y tienen repleta la capital de este país. Jorge sale en búsqueda de una habitación y después de largos 50 minutos de espera, vuelve con un trofeo: A unas cuadras de donde estamos hay una habitación triple en Hotel “Los Angeles” que de celestial, no tenía nada de nada, pero es lo que hay y lo celebramos. 150 dólares americanos es lo que tenemos que pagar por una habitación en un hotel antiguo, con un ascensor minúsculo y nuevamente hemos vuelto al origen: los aromas del mundo y del alma se vuelven a concentrar en una habitación, donde funciona el aire acondicionado, pero que el espacio es pequeño para tres seres humanos que han defendido la idea de la moto por tres días con sus ya conocidas consecuencias sudoríparas. Guardamos las motocicletas en los estacionamientos que no pertenecen al hotel por una suma de $100 uruguayos diarios. Después de una amable ducha, donde lavamos también ropa, salimos a disfrutar de un amigable Montevideo nocturno, con la certeza que mañana no nos volveremos a subir a los caballos, porque recorreremos Montevideo a pie, como verdaderamente se conocen las ciudades del mundo. Una parrilla uruguaya nos da la bienvenida a la ciudad y pronto, muy pronto nos vamos a dormir después de una jornada extenuante. Al otro día, nos despertamos con un domingo de lluvia feroz y hemos decidido tomar un “city tour” para adentrarnos en esta antigua ciudad, con influencias europeas en su arquitectura y muchas áreas verdes en el corazón urbano. Recorremos en un bus, junto a muchos brasileros, las calles de esta ciudad, incluido el estadio Bicentenario. Punto aparte los brasileros. Tiritan invariablemente al pasar por este viejo estadio, patrimonio mundial del fútbol. Hay un olor a temor que se confunde con un ensimismado respeto. Somos los únicos chilenos perdidos en este city tour y nuestro sexto sentido nos logra delatar la escena. La “guía turística” parece gozar con tirar ácido a las heridas que los brasileros tienen desde el mundial del año 50. Sin duda que esta vez se nos volvió a aparecer Obdulio Varela,” el negro jefe”, quien nuevamente les grita en la cara a todos y cada uno de ellos, a esos 203.850 espectadores, que la “celeste” es inmortal, una gran flama que pesa cien kilos al hombro y que pasando por fuera de este imponente estadio hace que la historia se reviva a cada segundo y los cariocas lo sientan. Yo diría a ciencia cierta que Montevideo es una patria de recuerdos, en cada esquina, en cada parque que nos siguen rodeando. Por la tarde vuelve a salir el sol y la libertad de volver al hotel sin pensar en ponerme otra vez el casco me hace feliz. Dormimos una breve siesta y partimos a buscar recuerdos y caminar por la “rambla” de Montevideo. La Rambla, no es otra cosa que una mega costanera que poseen los residentes de la capital uruguaya donde se vive la vida. Nos asombramos de ver, luego de recorrer unos 7 kilómetros a pie, como el uruguayo medio dedica grandes horas a la actividad física, fundamentalmente el trote, por este espacio, en todas las edades. Sin embargo la actividad no sólo es la deportiva, sino que después de las 18.00 horas, la rambla se repleta de sillas y familias completas que comparten en torno a una antigua yerba sus más íntimos sueños: El mate, es una insignia preferida de este pueblo, que permite la conversación amena y el regocijo en medio de las diversas generaciones donde viejos relatan sus historias a los que vienen llegando. Otra vez los espacios públicos, los inmensos lugares que estos países han ganado para autodesarrollarse, no descuidando la convivencia con sus tradiciones más remotas, hacen que mi envidia se acreciente: Nosotros estamos a muchos kilómetros, no sólo en moto, sino de los valores de la vida. Absolutamente cambiaría todos los autos último modelo de mi país, todos los mall abiertos y desiertos, por esta sensación de tener algo que es de todos y de uno solo. Nosotros hace rato que hicimos arcadas con lo público y nos fuimos transformando en una isla de privados deseos y poderes. Mañana dejaremos Montevideo y saldremos con rumbo hacia Punta del Este. Nos avisan que hay lluvia en el horizonte, lo que no nos desacomoda. El Atlántico está ahí. Inmenso, sin mariscos, pero qué mas da. Miro a mi alrededor y sólo veo gente que asume sus problemas, pero que no para de sonreír y tomar mate. Nosotros, con puro té, a veces o muchas veces, se nos ha olvidado sonreír. http://www.youtube.com/watch?v=FyOkOadQwWo&context=C4921867ADvjVQa1PpcFNEUQsxsGyt2ZwChvjjzgNOlINjvlHvuPM=

martes, 6 de marzo de 2012

Capítulo III. Villa María-Gualeguay: Bajo el infierno del verano.


















Despierto más temprano de lo habitual. El aire acondicionado no funciona bien y el ventilador colgante del techo tiene un sonido como de patíbulo que atenta contra cualquier posibilidad de seguir durmiendo, a pesar de tener sendos tapones que siempre llevo conmigo. Recibo un hermoso mensaje de mi hijo: “Papá, cuídate. Te extrañamos”. Me revitalizo, saco una sonrisa y prometo volver entero.
No queda otra alternativa que abrir la ventana y ver qué nos depara el tiempo: Sol, sin tregua. Con mis chalitas y mis short salgo a caminar por la ciudad de Villa María, antes de tomar cualquier desayuno y volver a colocarnos la armadura para rodar en la moto. Recorro lo que más puedo en solitario las calles vacías de esta ciudad. Son un poco más de las 07.00 y ya comienza a avisarme el cielo que hoy nos enfrentaremos en amor y odio. Sudo como por inercia. Mis compañeros aún duermen y el comercio está absolutamente cerrado. Me dedico abiertamente a la fotografía y encuentro un minimercado abierto para comprar un elemento vital que nos acompañará por el resto del viaje: Mi detergente “Ala” con “bioactivos que destrozan la suciedad más maligna”. Memorizo el slogan completo, mientras sentado en unos asientos de la avenida principal de este pueblo, veo pasar a las gentes en pequeñas motos a sus lugares de trabajo. Diviso a la distancia las primeras filas para cargar nafta y la ciudad se activa. Vuelvo al hotel, mis compañeros ya están en pie y procedo a darme la segunda ducha para colocarme el equipo completo y partir. Tenemos un mejor desayuno, pero tampoco es dignificante.
Las motos parten al primer arranque y ya cargamos combustible tratando de evitar lo vivido ayer, vale decir, seguimos una regla: Siempre el estanque lleno.
Nos largamos de Villa María, por un camino de una sola vía, sin percatarnos que hemos eludido una autopista que nos conecta con Rosario, por error. Llegamos a un pequeño caserío “Belle Ville”, donde un calor de demonios cerca del mediodía, nos indican que tenemos una pequeña salida con un camino de tierra. Cargamos en estaciones de servicio que son lo más parecidas a las del lejano oeste. Aparece Mirella, una lugareña que nos dice al oído, que no carguemos acá, que le “echan agua a la nafta”, así que nos aguantamos y cargamos un trecho más allá. Esta es la hermandad latinoamericana que con el motociclista es mayor.
Siento un calor furioso dentro del casco, como que me empapo de tocar el aire y ya no hay desodorante que aguante. Prefiero hablar a dos metros de distancia para no espantar a nadie.
Retornamos por un camino de tierra donde la Ducati nos saca la lengua, pero las custom no aflojaban. Era un camino hermoso, en medio de cientos de hectáreas plantadas de maíz, como encarándonos que estábamos en el granero de Sudamérica, si no del mundo. El dios sol se arrodilla frente a estos campos sembrados con cientos y miles de hectáreas que nos acompañan por muchas horas. Así llegamos a una autopista sencillamente espectacular que conecta directamente a Villa María y Rosario, pero que habíamos eludido por un camino antiguo y que ahora retomamos. Es una autopista perfecta, relativamente nueva, con muy pocos peajes y que tiene como velocidad máxima los 130 kilómetros por hora. ES una autopista de escala europea, sin obstáculos en sus extremos y con una franja de seguridad especialmente lograda. Por lo que conducimos por a lo largo de 240 kilómetros sin negocios a orillas del camino de ningún tipo, sólo las magníficas tierras argentinas y todo su agro son parte de nuestro paisaje. Sentimos estar en el corazón de la hermana patria, vacunos se aparecen por doquier y a mí, más que un cariño fraterno por tan nobles animales, me aparece un hambre feroz y una ganas enormes de tener una parrilla y carbón. Ningún cerro ni monte en el horizonte. Un palacio de la tierra. En mi casa, miro para cualquier punto cardinal y veo elevaciones geográficas. Qué mundo tan cercano y tan distinto. Los argentinos poseen un territorio tan vasto, tan inmensamente inmenso que toda visión al horizonte pareciera ser una quimera.
Después de potentes 250 kilómetros, ingresamos casi derretidos a eso de las 15.00 horas a la ciudad d Rosario. Hay fuertes 38 grados, insostenibles arriba de la motocicleta así que buscamos pronto un lugar donde almorzar. Sólo dependemos de los aparatos electrónicos para conducirnos. Rosario es una ciudad completa, a poco más de 300 kilómetros al noroeste de Buenos Aires. Ciudad hermosa, conducida por el gran río Paraná. Sólo la apreciaremos de ida, quizás a la vuelta nos quedaremos un par de días acá para contemplar sus leyendas y hermosuras.
Encontramos un buen lugar para almorzar en avenida Avellaneda con calle Mendoza. Buenas pastas. Baratas. Un muy buen local denominado “La rosada”. Ambiente climatizado que libera de los casi 40 grados del exterior. No aguanto el yo mismo con su hediondez latente que ha sido vencido por el sudor. Los antisudorales me gritan cochinadas al oído. Me deshidrato, y aún con el aire acondicionado y varias minerales y sodas en el cuerpo, me ahogo. Mis compañeros no están mejor ni en aroma ni en deshidratación. El almuerzo nos ayuda, pero saldremos de Rosario de inmediato mientras esperamos que un cajero automático sea recargado de billetitos.
El mapa se nos hace corto. Tenemos 180 kilómetros hasta Gualeguay, ciudad casi enfrentándose a la frontera con el Río de la Plata para ingresar a Uruguay. Son cerca de las 17.00 horas y con suerte llegaremos de noche hasta ahí. El viaje nos depara una hermosura no vista: El puente sobre el río Paraná que baña la ciudad de Rosario y por el cual cruzamos para enfrentar nuestro destino diario, primero al poblado de Victoria y luego a Gualeguay. Sin duda que este puente es una de las maravillas de ingeniería y arquitectura de Sudamérica y atravesarlo en moto, viendo el Paraná bajo tus ruedas, resulta impresionante. Las aguas turbias de este inmenso río no logran capturar la emoción del momento y quedamos mudos.
La deshidratación continúa y el tráfico es impresionante. Los argentinos huyen en este viernes con su fin de semana largo y ya no vamos relajados. Jorge un tanto débil por este calor infeliz es incapaz de sostener la Ducati y se va al suelo en una estación de servicio de Victoria a eso de las 19.00 horas, después de una hora de viaje. No hay mayores lesiones, salvo el tope de la manilla de freno que queda de recuerdo ahí.
Decidimos continuar por un estrecho camino que nos lleva a Gualeguay en muy mal estado. Ya cae la noche y la señalética del camino hace mención especial a tener precaución con el “cruce de animales”. Efectivamente un perrito hace su entrada especial en la pista y logramos esquivarlo. Estamos cansados. Ha sido todo un día de ruta con el sol al frente y ahora estamos invadidos de autos enloquecidos que quieren llegar a Uruguay cuanto antes. Para nosotros ya es tarde.
Cerca de las 20.30 arribamos a Gualeguay. Hermoso pueblo y que justo esta noche goza de carnavales. Un viento caliente recorre las calles y hay un ambiente muy festivo. Alojamos en el “Gran Hotel Gualeguay” que es lo más parecido a un buen hotel de los que hemos pernoctado. Nos llama la atención. Es una empresa familiar, atiende el matrimonio en el mesón y gran parte del diálogo es del “apoyo de Chile”, en su época, a Inglaterra en el conflicto por las Malvinas: Qué herencia que tenemos encima!. Yo ya no puedo discutir. Estoy con un hambre que me comería todos los vacunos vistos en la carretera y necesito una ducha y lavar mi ropa que ya transita sola.
Quedamos cada cual en su habitación y Jorge desiste de salir a cualquier lado ya que no se siente bien. Yo me saco mi ropa infestada y con mi detergente amigo, lavo lo que más puedo en el lavamanos, me doy una ducha y estoy como nuevo.
Con Lucho vamos a degustar las pastas de este Gualeguay, que no deja de ser una ciudad de paso.
El esfuerzo ha valido la pena. Vamos a un buen restaurant ubicado en la misma plaza de la ciudad. Una cerveza de litro me cabe de inmediato y mis ravioles de verduras se hacen minúsculos. Los sorrentinos de Lucho lo dejan pidiendo perdón al paladar y creo que estamos en condiciones de decir punto final.
Por espacio, no traje mi mate ni el termo, pero lo extraño. Revitalizar tantas horas sobre la moto, se componen con el mate. Creemos estar en la patria de esta bendita yerba, pero en Uruguay nos daremos cuenta que no somos nada. Quiero comprar unos nuevos mates acá en Argentina, pero será para más adelante, no debo saturar mis maletas.
Recorremos la ciudad a pie, por breves cuadras y vuelve el sudor. Un carnaval y desfile de cuanto tipo parado hay, comienza en la ciudad. Otra vez me acuerdo de Chile y recibo un mensaje diciéndome que ha vuelto a temblar en Talca. Acá no hay nada parecido, sólo el terremoto de los bombos y platillos, de un desfile multicolor, bellas chicas y la alegría en medio de este viento caliente que a todos saca una sonrisa. Uruguay está muy cerca. Mañana será nuestro.